29 años en prisión por unirse a la Legion de Maria

29 años en prisión por unirse a la Legion de Maria
• Publicado por Catolicos Hispanos el septiembre 12, 2010 a las 6:37pm
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Tomado de Veritas Est Libertas
Por Theresa Marie Moreau

“¡Chu lai! ¡Chu lai!”. Guang-Zhong Gu despertó en horas de la madrugada, bañado en sudor, en el cálido Septiembre de Shanghai.

“¡Salga afuera!”, “¡Salga afuera!”, le gritaban unas voces desconocidas, mientras lo encandilaba la luz de una linterna. Se escuchó el sonido seco del cargador de una ametralladora, y el estruendo de puñetazos golpeando las puertas a lo largo del pasillo del Seminario de Xujiahui, en el que normalmente sólo se oyen las largas sotanas barrer suavemente el piso. Gu, seminarista de tercer año de veintitrés años de edad, saltó de la cama. Vestido con pantalones cortos y camisa, metió rápidamente sus pies en un par de zapatos; no tuvo tiempo para ponerse medias. Salió por la puerta tambaleando y sin mirar atrás. Nunca más volvería a ver su cuarto.

“¿Mi crimen? Haberme unido a la Legión de María”

“¡Siéntense! ¡Miren hacia abajo! ¡No levanten la cabeza!”, gritó un oficial del distrito policial de Xujiahui. Haciendo señas con las manos, reunieron a más de 150 seminaristas y media docena de sacerdotes jesuitas, sus profesores. Y aunque habían estado durmiendo hasta hacía unos momentos, todos estaban completamente despiertos cuando se les mandó sentarse.

Eran las primeras horas de la madrugada del 8 de Septiembre de 1955, día tristemente recordado en China, en el que los comunistas arrestaron a cientos de niños y niñas, hombres y mujeres, laicos y clérigos. Todos ellos fueron arrestados por “criminales”; es decir, por ser católicos romanos. Los oficiales sacaron afuera a Gu, bajo arresto y esposado, y lo hicieron subir a empujones a un camión utilizado normalmente para cargar carbón. Se puso en cuclillas, y como todavía estaba oscuro, no pudo ver nada a su alrededor. Aunque había otros seminaristas a su lado, no pudo reconocerlos. El camión se puso en movimiento bruscamente, y Gu y los demás tambalearon. Sólo el sonido del motor y el crujir de las ruedas sobre el ripio llenaban los oídos de Gu. Nadie hablaba. El viaje duró diez minutos. El camión llevó a Gu a su nuevo destino: la comisaría de Xujiahui. Por seis meses, Gu esperó sentado en su celda. No hubo corte, ni juez, ni proceso. Sólo hubo espera. ¿Su crimen?

Hoy, a los 72 años de edad, Gu (apellido que cambió por Koo al llegar a Estados Unidos), sentado en su oficina en la rectoría de la parroquia San León Magno en San José, California, mirando hacia adelante, levanta su dedo índice y señala a un criminal imaginario frente a él. Su voz toma un tono de autoridad. Golpea el aire con el dedo al enumerar los cargos en su contra, como si estuviera denuevo en prisión.

“¡El primer cargo es: Guang-Zhong Gu nunca se reconoció contrarrevolucionario!”

“¡El segundo es: Guang-Zhong Gu se unió a una organización contrarrevolucionaria, la Legión de María, y se resistió a renunciar a ella!”

“¡El tercero es: Guang-Zhong Gu nunca reconoció al obispo Kung como contrarrevolucionario!”

“¡Finalmente, Guang-Zhong Gu nunca reconoció a la Legión de María como una organización contrarrevolucionaria!”

“Mis cuatro crímenes”, dice Gu, sonriendo y haciendo un gesto de “no puede ser” con la cabeza. “¿Mi verdadero crimen? Haberme unido a la Legión de María”.

"Jamás voy a apostatar"

La formación de grupos de la Legión de María en China comenzó en 1948 con el padre W. Aedan McGrath, misionero irlandés de la Sociedad de San Columbano asignado a una capilla en Shangai, quien estableció esta organización católica en varias ciudades chinas. Meses después, al terminar los tres años de la guerra civil china que siguió a la Segunda Guerra Mundial, los comunistas derrocaron al gobierno y tomaron el país.

Estudiante de secundaria en 1951 en el Colegio San Francisco Javier (fundado por los hermanos Maristas y renombrado por su alto nivel en la enseñanza del inglés), Gu, proveniente de una familia por cuatro generaciones católica y bautizado con el nombre de Matthew, se unió con gusto a la Legión de María al ser invitado por un compañero del colegio. El padre de Gu, próspero hombre de negocios con su propia compañía textil en el sur de Shanghai, advirtió a su hijo que no se envolviera demasiado en la iglesia católica.

“A los comunistas no les gusta el catolicismo”, le dijo. Intolerantes hacia opiniones disidentes, el comunismo (único partido con poder político) jamás aceptaría el poder del Vaticano bajo cualquier forma en China. El comunismo prohíbe en China la ordenación de sacerdotes y la consagración de obispos.

Apenas se unió a la Legión de María, Gu sintió la presión de los comunistas sobre él y los demás miembros. La mayoría de los jóvenes permanecieron fieles; la descarada ostentación de poder de parte de los comunistas no los intimidó. Los legionarios no claudicaron ni con el arresto de McGrath, el 7 de Septiembre de 1951; ni siquiera cuando, un mes después, la Legión de María fue declarada organización contrarrevolucionaria y subversiva, cuyos miembros eran acusados de servir de espías para los Estados Unidos bajo el disfraz de la religión.

Monseñor Pin-Mei “Ignacio” Kung, quien había alentado a McGrath a fundar grupos de la Legión de María en Shanghai, exhortó a los jóvenes legionarios a permanecer fieles a la fe. Los comunistas interpretaron que Kung era el “cerebro” de la banda contrarrevolucionaria.

“Sean fuertes”, rogó Kung a los legionarios. “No hagan caso a los comunistas”.
"Nunca vamos a apostatar”, aseguró la mayoría. “Jamás voy a apostatar”, prometió Gu.

Oficiales comunistas del Departamento de Asuntos Religiosos constantemente vigilaban las actividades de culto y seleccionaban a quienes habían de ser arrestados. Los nombres eran remitidos a las comisarías de la zona, y los policías citaban a los desafortunados a presentarse.

Gu fue uno de los desafortunados. Ya en la comisaría, fue rodeado por investigadores, quienes le ordenaron renunciar a la Legión. Gu simplemente mantenía fija la mirada. En respuesta, la policía puso al adolescente bajo custodia por toda la noche. A la mañana siguiente, mientras él permanecía inmóvil, un oficial le tomó uno de los pulgares, lo mojó en tinta e imprimió sus huellas digitales en una hoja de papel; luego lo dejaron libre.

Los comunistas dejaron a Gu en paz… por el momento.

Por algunos años, Gu se olvidó de sus amenazas y volvió a su ritmo de vida normal. A los 21 años recibió el llamado de Dios y entró en el Seminario de Xujiahui en 1953, el mismo año en que fueron expulsados de China todos los misioneros extranjeros. En los años subsiguientes, los comunistas, que habían catalogado a la religión como algo inútil y peligroso, arrestaron a muchos sacerdotes católicos.

"Me tiraban comida en el piso, y tenía que comer como un perro”

Luego llegó la mañana del 8 de septiembre de 1955 (irónicamente, fiesta de la Natividad de la Virgen María), en que Gu fue llevado a la comisaría de Xujiahui, para ser después transferido a distintos centros de detención, uno tras otro. Una tarde, estando sentado en el piso con las piernas cruzadas, la espalda reclinada contra la pared y los ojos cerrados, Gu escuchó que un guardia llamaba a alguien por su número. Gu no respondió, y el guardia gritó: “¡De ahora en más ya no tienes nombre!” El guardia lo hizo levantarse sujetándole los brazos detrás de la espalda, y lo llevó a un cuarto oscuro. “¿Vas a volver a rezar?” vociferó el guardia, mientras le retorcía los brazos y le ataba las muñecas con alambre de acero. “¡No, no!”, respondió Gu, adolorido. Cuando lo regresaron a su celda, le dejaron las manos atadas detrás de la espalda por una semana.

“Comía como un perro. Me tiraban comida en el piso, y tenía que comer como un perro”, explica Gu, arrodillándose sobre el piso de cerámica de su oficina con las manos detrás de la espalda, para mostrar cómo hacía.

Tras un par de meses, los oficiales transfirieron a Gu a la prisión de Shanghai en el distrito de Tilanqiao, donde cada una de las pequeñas celdas estaba repleta de presos. Cuando un preso se movía a la izquierda, el resto necesariamente se movía con él.

Tilanqiao. Sólo los peores criminales eran encerrados en Tilanqiao: violadores, asesinos, ladrones… y cristianos. Un día, Gu oyó a un guardia llamar su número. “¡Sí!”, contestó él, mientras se paraba y extendía sus manos por entre las barras. El guardia sacudió una hoja de papel delante suyo. “Ésta es tu sentencia”, dijo.

No hubo corte, ni juicio, ni juez. Cinco años de prisión.

En cuestión de días, Gu, junto con docenas de otros presos, fue despertado a las tres de la madrugada con el sonido de un silbato. Fueron arreados hacia varios autobuses que los llevaron a la estación de tren de Za Bei, la antigua estación de Shanghai. Una vez allí, Gu y los demás se treparon a los vagones del tren, que servía para transportar ganado. Estando en total oscuridad, Gu no pudo saber cuántos presos había en su vagón. Tampoco supo cuántos días duró el viaje; cuatro, quizás cinco. Sólo les dieron pan y agua. Los vagones no tenían ventanas ni luz; sólo unos pocos ventiletes.

Pero sobre todo, Gu recuerda el frío, y una especie de palanganas de madera, bastante altas, que tenían que compartir para hacer sus necesidades. “Parecían barriles de cerveza”, dice, riéndose.

Con tantos presos, la suciedad pronto rebalsó los “barriles” e inundó el piso, por lo que decidieron orinar a través de los agujeros que encontraban en las tablas del vagón. Cuando por fin las ruedas del tren detuvieron su constante rodar, Gu oyó voces y golpes del lado de afuera: eran los guardias, que tuvieron que usar una maza para romper la orina congelada que había sellado la enorme puerta corrediza.

Gu fue puesto a hacer ladrillos por seis meses, custodiado por miembros del Ejército de Liberación Popular. Pero el 15 de agosto de 1956, fiesta de la Asunción de María, se le ordenó a Gu que tomara en tren de regreso a Shanghai. Oficiales vestidos elegantemente llegaron a Heilongjiang para recoger a los católicos y llevarlos de regreso a la ciudad para comparecer ante el juez. La sentencia de cinco años dada a Gu fue cancelada y sus cargos suspendidos. Gu tendría su juicio, para el cual tuvo que esperar, otra vez, en Tilanqiao.

“Volveré a verte”, le dijo a su madre. “Un día volveré a casa”

Un día vino un hombre a verlo a Gu. “Soy tu abogado”, le dijo. “Tu familia me pagó ocho dólares para ayudarte a salir de la prisión”. “Yo no pedí un abogado”, le contestó Gu. “Yo no quiero un abogado”.

-“¿Estás seguro?”
-“Sí, estoy seguro. No quiero un abogado”, le dijo Gu, pensando: Lo único que tengo que hacer para salir de la prisión es apostatar, y yo jamás voy a apostatar.

El día de su juicio, Gu fue llevado a la Segunda Corte Popular Intermedia, en el distrito de Xujiahui, en Shanghai. “Entré a la corte esposado. Cuando me sacaron las esposas, como no me permitían hablar, me hice la señal de la cruz. Quise así mostrarles a los 300 católicos presentes y a mi familia que todavía era fiel a mi Iglesia, que no había apostatado”.

El juez hizo le hizo algunas preguntas mientras revolvía papeles sobre su escritorio. Pasados unos veinte minutos, declaró cerrado el caso, se puso de pie y se retiró de la sala. Al regresar de la corte al camión, Gu pasó delante de su madre. “Volveré a verte”, le dijo. “Un día volveré a casa”.

Gu fue enviado a un campo de concentración urbano en Shanghai, donde por un año (de 1956 a 1957) trabajó en una fábrica de medias. Estando allí se enteró de que había sido sentenciado a tres años en prisión. En la prisión, la comunicación entre los católicos no era fácil. Un día, después del almuerzo, Gu y un compañero de seminario salieron a rezar el rosario caminando. Los presos católicos, con la oración prohibida y los rosarios confiscados apenas descubiertos, aprendieron a improvisar. Descosían un poco sus medias, y al hilo que sacaban le ataban varios nudos hasta formar un rosario. El seminarista le pasó a Gu una carta en la que le decía: “Tenemos que ser fieles al Papa. Tenemos que ser fieles a Dios”. Gu, quien todavía soñaba con llegar a ser sacerdote, escondió la carta entre los pliegues de una manta que usaba de almohada y se olvidó del asunto, hasta que un día oyó un guardia llamar su número. “¿Quién escribió esta carta?”, le preguntó, sosteniendo el papel delante de Gu.

“Nunca les dije quién fue”, comenta Gu recordando ese momento. “Jamás traicionaría a un amigo”.

Seis meses después, los guardias lo interrogaron nuevamente. “Sabemos que fue Paul”, le dijeron. Él respondió: “Si lo saben, ¿para qué me preguntan?” A consecuencia de la carta, Gu fue acusado de intentar formar una banda antirrevolucionaria en la cárcel.

"Llegué a pesar treinta y seis kilos. No podía levantar las piernas"

En el invierno de 1957 se enteró de que se le había dado una sentencia adicional de siete años, además de los tres años de la sentencia anterior. Gu no recuerda si hubo juicio o no, pero sí recuerda que lo transladaron a Xining, capital de la provincia de Qinghai, para trabajar en una fábrica de herramientas. A los cuatro días de haber llegado, alguien lo acusó falsamente de intentar escaparse. Como castigo lo encerraron por nueve días en una caja, algo así como una casucha para perros. La caja era tan angosta que sólo podía estirar un brazo a la vez. Tampoco podía pararse, sólo gatear. No tenía ventanas; sólo una pequeña puerta corrediza por la que le tiraban la comida. El piso estaba cubierto de paja. Por nueve días tuvo que comer y dormir sobre su propio excremento. “Parecía un cerdo”, dice.

Después de que lo sacaron de su encierro, tuvo que trabajar 16 horas por día picando piedras. En la misma prisión, picando piedras en otro sector, estaba el Padre Zhong-Liang “Joseph” Fan, quien fuera rector del seminario en el que arrestaron a Gu en 1955. Aún estando en la misma prisión, nunca llegaron a verse.

Gu fue enviado a otras tres prisiones: Wongshike, Xing Zhe, y Wayuxiangka, conocidas como “laogais de reforma a través del trabajo”. Allí tuvo que arar de la mañana a la noche en los vastos campos de la provincia de Qinghai, a más de 3.000 metros de altura.

La comida era pésima. Gu estuvo en Qinghai durante la época conocida como “los tres años de desastres naturales” (1960-1962), en los que se calcula que unos 20 millones de chinos murieron de hambre. El gobierno comunista había lanzado su primer plan quinquenal, cuyo objetivo era la producción masiva de hierro. Para llevarlo a cabo, miles de campesinos fueron transladados de los campos a las fábricas de hierro. Los campos quedaron sin labrar, lo que trajo como consecuencia una hambruna generalizada.

Gu estaba escuálido. Con una estatura de un metro setenta, su peso normal sería de unos setenta kilos. “En esa época llegué a pesar treinta y seis kilos. Estando tan débil, no podía levantar las piernas. Un médico intentó ponerme una inyección, pero estando yo hecho un puro esqueleto, no pudo inyectarme”.

Pasados los primeros cinco años de su encierro, en 1960 fue transladado a la prisión de Wayuxiangka, dentro de la misma provincia de Qinghai. Allí continuó trabajando la tierra, usualmente por períodos de trece horas ininterrumpidas.

"La prisión terminó, pero hay que seguir obedeciendo"

Finalmente, en 1965 terminó su condena de diez años, y pasó a ser un ex-convicto. “El gobierno le comunica a uno que su sentencia ha terminado. Uno ya no es un convicto, pero pasa a ser un empleado del gobierno. El lugar y el trabajo son los mismos, sólo que no hay guardias. Mientras uno es prisionero, tiene una sentencia determinada, pero al pasar a ser ex-prisionero, la sentencia es indeterminada. La prisión terminó, pero hay que seguir obedeciendo. Esa es la norma. Es absurdo”, comenta Gu.

Uno de los “beneficios” de ser un ex-prisionero consistía en poder visitar a la familia cada cuatro años. En una de sus visitas, Gu supo de la existencia de la iglesia patriótica. Al hacérsele imposible destruir a la Iglesia Católica desde dentro, el comunismo trató de destruirla desde afuera, estableciendo una iglesia controlada por el gobierno e independiente de la Santa Sede. En 1949 la República Popular China había establecido el Movimiento de la Triple Autorreforma, llamado así por su propósito de ser autogobernado, autoabastecido y autopropagado.

Este movimiento fue reemplazado por la Asociación Católica Patriótica China, fundada oficialmente el 15 de julio de 1957. Ser patriótico en China significaba ser revolucionario, y por lo tanto, significaba ser antiimperialista y estar en contra del Papa. Como consecuencia, los católicos fieles a Roma fueron acusados de antipatrióticos y contrarrevolucionarios.

La mayoría de los templos católicos de la República Popular China fueron destruídos durante la Revolución Cultural de 1966. El gobierno ordenó “limpiar” el país de intelectuales y de aquellos considerados imperialistas. Esto implicó inspecciones, redadas nocturnas y la ejecución pública de quienes eran acusados de contrarrevolucionarios, bajo la orden del presidente del partido comunista, Zedong Mao.

Por diez años, hasta la muerte de Mao en 1976, la persecución continuó. Durante este Reinado del Terror abundó la quema de iglesias y de obras de arte y de literatura de la antigüedad. Tras la muerte de Mao, el nuevo líder comunista Xiaoping Deng abrió las puertas de China al mundo. “Por dinero, sobre todo dinero norteamericano”, comenta Gu.

Los oficiales de los campos de concentración instituyeron entonces clases de inglés para los guardias y sus familias, y para familiares de ex-prisioneros. Sólo había un problema: nadie sabía inglés, salvo Gu. Así fue que, estando aún detenido en la provincia de Qinghai, Gu comenzó su labor de profesor de inglés, ganando 90 dólares por mes.

"Regresé de mi ordenación sacerdotal a mi casa en bicicleta, pensando, ‘ya no pertenezco a este mundo’"

En una de sus salidas a casa, Gu pudo visitar al padre Hong-Sheng “Vicente” Chu. Estando en casa del padre Chu, de pronto sonó el timbre.

-“¿Te vio alguien?”, preguntó Chu al visitante, el padre Sergio Ticozzi, del Pontificio Instituto para las Misiones. Chu temía que lo estuvieran vigilando. “No me vio nadie”, respondió Ticozzi.

-“Éste es mi alumno”, le dijo Chu presentándole a Gu. “Aún persevera en su vocación”. -“Ven a Hong Kong”, le dijo Ticozzi a Gu. “Allí tenemos un seminario”.

-“Todavía estoy en el campo de concentración. No puedo ir a Hong Kong”, respondió Gu. Ticozzi entonces escribió su dirección en Hong Kong en un papelito y se lo dio a Gu. Más tarde, ya de regreso en el campo de concentración, Gu se sacó el abrigo, dio vuelta una de las mangas, descosió una parte de la costura, y luego de esconder allí el papelito, volvió a coser la abertura. No podía arriesgarse a que los guardias lo descubrieran, como ya antes le había ocurrido con la nota de su amigo seminarista. Ésta era una dirección que iba a necesitar.

En el verano de 1984, regresando del distrito comercial del campo de concentración, Gu vio un camión estacionado junto al portón de entrada. El camión no pertenecía al campo de concentración; por lo tanto, podía estar seguro de que el conductor no lo conocía.

Gu se acercó al camión decididamente. Llevaba puesto su traje de profesor, y se aseguró de que su paquete de “Dai Qian Men”, los mejores cigarrillos chinos (irónicamente, “Puerta Frontal”), se asomara de su bolsillo, bien visible para el conductor.

-“¿Me llevaría hasta la estación terminal de autobuses?”, le preguntó Gu.
-“Está bien”, respondió el conductor, sin sospechar nada.

Gu entonces fue corriendo a su cuarto a buscar su equipaje: un maletín destartalado y una colcha. “Esto es lo que gané por 19 años de trabajo. El maletín y la colcha eran todas mis posesiones”, dice.

Después de haber estado un total de 24 años detenido en Wayuxiangka, Gu finalmete escapó en el camión. Primeramente se dirigió al colegio secundario de Gung He, en la provincia de Qinghai, donde tiempo atrás había conocido al director.

Durante los cuatro años siguientes, Gu enseñó Inglés en el colegio de Gung He. Daba clases durante el día, y, todavía fiel a su vocación, estudiaba Teología por su cuenta durante la noche. Su material de estudio consistía en dos libros que Mons. Fan le había dado hacía un tiempo.

En Febrero de 1988, Gu visitó a Mons. Fan, quien vivía en un pequeño cuarto de la casa de su sobrina, en los suburbios de Shanghai.

-“Quiero ser ordenado sacerdote”, le dijo Gu.
-“Si es la voluntad de Dios, tus deseos se cumplirán”, le aseguró Fan.

Días después, el 22 de Febrero de 1988, Monseñor Fan ordenó de sacerdote a Guang-Zhong Gu.

“¡Estaba tan contento…!”, recuerda Gu. “Ese día regresé de mi ordenación sacerdotal a mi casa en bicicleta, pensando, ‘ya no pertenezco a este mundo’. Siempre confié que llegaría este día”.

Tres años atrás, su hermano Le-Tian “José” Gu había inmigrado a los Estados Unidos, invitando a su hermano a seguirlo. Gu buscó su viejo abrigo, dio vuelta la manga y abrió la costura. La dirección del padre Ticozzi todavía estaba allí. Gu se la envió a su hermano, y pocos meses después fue al consulado norteamericano en Shanghai. Sabía que era su única oportunidad de irse de China.

“Por favor”, rogó al encargado de inmigración. “Yo era seminarista, y fui arrestado en 1955 junto con Mons. Kung. Estuve diez años en prisión y diecinueve en campos de concentración”. El encargado se retiró por un momento, para regresar luego y comunicarle su decisión a Gu: Podía irse de China sin ningún impedimento.

Gu lloró, desbordante de alegría.

* * * * * *

Al acercarse la hora de mi vuelo de regreso a Los Ángeles, le pregunto al padre Gu si podría celebrar la Misa antes de irme. El padre entonces me lleva a una capilla dedicada a la Virgen, junto a la iglesia principal. Me arrodillo en la primera fila, mientras él se dirige a la sacristía para revestirse. Momentos después, revestido de ornamentos verdes, se dirige al altar.

Luego anuncia: “Ofrezco esta Misa por las intenciones de la Iglesia perseguida en China”.


“Oremos. Señor, que en tu providencia misteriosa asocias a la Iglesia a los dolores de tu Hijo, concede a los fieles perseguidos por su fe en tu Nombre, espíritu de paciencia y caridad, para que se manifiesten siempre como testigos verdaderos y fieles de tu promesa de vida eterna. Por Cristo, Nuestro Señor”.


Por esta intención, el padre Guang-Zhong Gu entregó 29 años de su vida

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