Abrazando la Cruz: SIGNOS DE VIDA - Parte IV - La Misa

SIGNOS DE VIDA - Parte IV - La Misa


Esta semana he tenido poco o mejor dicho nada de tiempo para dedicarme a la redacción de esta serie catequética que llamamos “Signos de Vida”. Ya me empezaba a preocupar, cuando de repente surge un poco de tiempo nuevamente y la sorpresa es grande y muy agradable, porque el tema de hoy va íntimamente ligado a la gran fiesta que vivimos también en este día en la Iglesia. No me cabe dudas de que fue Dios mismo que así lo quiso, para que podamos aprovechar mejor esta catequesis virtual.

Hoy, celebramos la fiesta máxima de la Eucaristía, Corpus Christi. El cuerpo de Cristo que se nos entrega en cada Misa y en cada celebración Eucarística. Aún así, muchos de nuestros hermanos en la fe desconocen este misterio o lo desmeritan, con mucha más razón debemos ser testigos fieles de nuestra fe en Cristo y vivir la Eucaristía solemnemente cada día hasta, especialmente en las cosas más sencillas. Por otro lado, me pone bastante feliz que ya tengo un poco de material de apoyo para hablar de este tema, ya que hace como dos semanas que tengo preparado algo en respuesta y pedido de un viejo amigo mío, que hoy es un pastor protestante. El quería saber más sobre la Eucaristía, de hecho me había confesado que en su juventud fue católico, pero que no sabe lo que es la Eucaristía. ¿A cuántos de nosotros nos ha pasado algo así? O sea, ¿Cuántos de nosotros desconocemos el misterio Eucarístico? Como cristianos debemos estar conscientes que entre todos los sacramentos, éste es sin dudas el más importante, ya que Jesucristo se hace realmente presente allí, en el Pan y el Vino consagrados.

Entonces, con gusto he preparado una respuesta para mi amigo que hoy es pastor evangélico y para todos aquellos que siendo miembros de la Iglesia Católica, no viven la fe y como resultado no conocen a Jesús y terminan alejándose de la Iglesia y en algunos casos engrosando las filas de otras confesiones religiosas.

Generalmente criticamos sin saber; generalmente nos aburre la Misa y buscamos algo más “personal”. Decimos que necesitamos una fe más ardiente y más viva, y que la Misa no nos llena. Estoy seguro que no soy el único que sintió eso alguna vez en su vida, y estoy seguro que alguno de los que lean este artículo estará pensando “sí, a mi me aburre la Misa y no me gusta ni siquiera pensar en eso”. Pues bien, a todos los que no profundizamos en la fe nos puede llegar a pasar que buscamos algo más fuerte y algo más vivo, más pleno, más alegre… etc.

Amigos, déjenme decirles que no hay nada más fuerte ni más vivo, ni más pleno ni más alegre, que una Misa bien vivida en comunión con Cristo Jesús. Si estás pensando que estoy loco, no me molesta. Sólo quiero que me sigas leyendo para enterarte de lo locos que estaban también nuestros antepasados, los primeros cristianos, hace 19 o 20 siglos. Ellos vivían plenamente cada Misa, cada Eucaristía. Si estás pensando “Eso no es posible porque la Misa es un invento de la Iglesia romana” ¡Excelente! Veamos si eso es verdad porque sólo “la verdad nos hará libres”.

Mucho antes de que los libros del Nuevo Testamento fuesen escritos, mucho antes de que los primeros templos cristianos fuesen construidos y mucho antes de que el primer mártir haya muerto por su fe en Cristo, la Misa ya era el centro de la vida de la Iglesia.

San Lucas lo resume en Hechos 2, 42: “Perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones”. Lucas consigue resumirnos en tan pocas palabras tanto detalle cómo le es posible. Los primeros Cristianos eran Eucarísticos por naturaleza: ellos se juntaban para la fracción del pan y las oraciones”. Ellos eran formados por la Palabra de Dios, la enseñanza de los Apóstoles. Cuando se reunían como Iglesia, su reunión culminaba en “comunión” – en griego koinonia.

La Eucaristía era el centro de la vida de los discípulos de Jesús, y siempre ha sido así. Inclusive hoy, en la Misa podemos experimentar la “doctrina apostólica, la comunión, la fracción del pan y las oraciones”. Eso es básicamente lo que observamos en cada Misa, pero hay mucho más.

Los primeros cristianos eran judíos, vivían en una cultura judía, enraizados en formas judías de dar culto. Ellos veían a la Eucaristía como el cumplimiento de todos los ritos de la antigua alianza. El sacrificio de Jesús hizo obsoletas las leyes ceremoniales judías, pero no eliminó los rituales del culto, Jesús mismo estableció ritos para la nueva alianza: bautismo (Mt 28, 19), por ejemplo, y la absolución sacramental (Jn 20, 22-23). Él reservó, sin embargo, la mayor solemnidad para la Eucaristía (Lc 22, 20).

La liturgia de la nueva alianza estaba prefigurada en los rituales de la antigua. Los evangelios hacen una conexión explícita entre la Misa y la Ultima Cena (Lc 22, 15). La Epistola a los Hebreos ve la Misa a la luz de los sacrificios de animales en el Templo (Heb 13, 10). Muchos estudiosos modernos han notado paralelismos entre la Misa y la Acción de Gracias, Todah. El Todah era una comida o cena sacrificial en forma de Pan y Vino, compartido con los amigos, y en agradecimiento a Dios. El Talmud registra a los antiguos rabíes enseñando eso, cuando el Mesías venga, “todos los sacrificios cesarán excepto el sacrificio del Todah. Este nunca cesará en toda la eternidad”. Cuando los judíos tradujeron sus Escrituras al griego, ellos tradujeron la palabra Todah como eucharistein. Impresionante ¿no? Entonces existe una estrecha relación entre este culto de Acción de Gracias judío y su par cristiano. Tal vez podamos profundizar un poco más sobre el Todah y su relación con la Eucaristía Cristiana en un futuro artículo. Hoy concentrémonos en la Misa.

Todas las formas de culto israelí tradicionales son como poderosos ríos que fluyeron hacia el océano infinito de la adoración que Jesús estableció para la Iglesia. Allí encontraron su cumplimiento. Lo cual no debe extrañarnos, pues el cristianismo tiene raíces judaicas muy profundas y no deben ser rechazadas ni negadas.

Los israelíes estaban “divididos” o mejor dicho organizados en tribus, pero todos juntos formaban una sola familia; la familia del Pueblo de Dios. Uno era miembro de este pueblo por vínculo sanguíneo, es decir, una persona que no tenía sangre israelí no podía simplemente decir de un día para otro “yo tengo fe y creo en Yahveh” y ser parte de este pueblo. Había un protocolo que seguir según la Ley, y había requisitos que cumplir. Los judíos eran y siguen siendo muy estrictos con este tema porque creen que su sangre no debe “mezclarse” con otra que no sea judía.

Sin embargo, Jesucristo, Hijo de Dios, nos dio la oportunidad para por medio de la fe en él ser también parte de esta familia celestial, pueblo de Dios, Iglesia, y es en el bautismo que esto se plenamente visible. Entonces, si todos miembros de la Iglesia son bautizados en la fe que Cristo nos ha enseñado, eso significa que todos formamos una sola familia en la fe, una sola Iglesia. Eso implica vivir la fe de la manera que Cristo nos ha enseñado a través de sus Apóstoles y esto es a través de su Iglesia. Así existe una unión común entre todos los fieles, no importa su estado social, raza, color, sexo o nación, eso es lo que se llama Comunión.

Cuando recibimos la “hostia” en la Misa decimos que recibimos la “comunión”. Jesús mismo, presente en cuerpo y sangre en la eucaristía, es quien nos une con Él y entre nosotros a través de este Sacramento, su Cuerpo. El Cuerpo de Cristo, Corpus Christi. Así también, estando en comunión con el Padre y en comunión con los demás miembros de esta familia que llamamos Iglesia, somos un solo cuerpo y profesamos una sola fe en un solo Dios Padre que nos ha hecho hijos suyo por medio de un solo bautismo.

Los apóstoles dijeron que la salvación que viene por medio de Jesús ha derribado todas las fronteras entre Israel y el resto de las naciones, y también entre Dios y el mundo entero. Sí, la comunión es ahora posible entre todas las naciones, judíos y gentiles. La familia de Dios es finalmente universal o en griego καθολικός (katolikos). No solo “katolikos” significa “universal” sino “según la totalidad”, “según el todo”. Lo cual expresa claramente el carisma eclesial y la misión que Jesús le ha dado a su Iglesia, la de evangelizar según toda la revelación que se ha revelado “totalmente” en Cristo para la salvación de “toda la humanidad”.

En la antigüedad, Israel consideraba que su liturgia o culto terrenal era una imitación inspirada por Dios, de lo que es el culto en el cielo. Lo que los sacerdotes hacían en el Templo era una imitación de lo que los ángeles hacían en el cielo. Aún así, era solo una imitación, solo una sombra.

Asumiendo la condición humana, el Hijo de Dios trajo el cielo a la tierra. El Pueblo de Dios ya no estaría solamente imitando a los ángeles en el cielo, sino haciendo exactamente lo mismo. En la liturgia de la nueva alianza, Cristo mismo preside, ya no es una imitación lo que hacemos, sino que participamos con los ángeles. Mediante la Misa y en cada Misa, hay comunión entre el Cielo y la tierra.

Vemos esa realidad más viva en el libro del Apocalipsis donde la Iglesia en la tierra se reúne ante el altar con los ángeles y los santos en el cielo… donde escuchamos “Santo Santo Santo”, “El Cordero de Dios”, el “Amén”, el “Aleluia” y muchas otras canciones… Creo que no es pura casualidad que el Apocalipsis se divida en dos partes principales, la primera consiste de lecturas y la segunda de “la cena de la boda del Cordero”. Esta estructura corresponde al más antiguo orden de culto a Dios.

En la liturgia Cristiana todavía se sigue el mismo padrón de culto del Antiguo Testamento: un servicio que incluye tanto la lectura de la Palabra de Dios como la ofrenda del sacrificio. Jesús mismo siguió ese orden cuando se apareció a sus discípulos en el camino a Emaús (Lc 24, 27-35). En la Misa, todavía escuchamos el Antiguo Testamento y luego el Nuevo Testamento, y vemos toda la historia de la salvación a la luz de su cumplimiento final, a la luz de Cristo. En la Misa, conocemos a Jesús, realmente presente, en la fracción del pan. Y siempre ha sido así para toda la Iglesia.

La Eucaristía Cristiana permanece tanto como una renovación de la alianza y como acción de gracias por la presencia continua de Dios en su pueblo. Ahora esa presencia es una verdadera comunión. Este hecho maravillaba a los primeros cristianos, quienes proclamaban que la Misa era el cielo en la tierra, y que el altar en la tierra era el mismo que el del cielo. En la Misa, Dios viene a su pueblo, que lo espera. Dios viene a nosotros en una verdadera comunión y en un “intercambio maravilloso” sucede en cuerpo y sangre. Somos los hijos de Dios ahora, y los “hijos comparten el cuerpo y la sangre” (Heb 2, 14).

Esto nos muestra que en la Misa, Dios está con nosotros, donde somos quienes somos y lo que somos, aún así Dios nos ama tanto que no nos quiso dejar solos. Por medio de la Eucaristía, Dios se hace carne para que nosotros podamos crecer en Espíritu y asemejarnos más a Él.

La Hostia santa se convierte en «trigo que nutre nuestras almas». La vida eterna nos viene a través de Jesucristo, los cristianos participamos de Su eterna vida uniéndonos a él en el Sacramento, que es el símbolo más sublime, real y concreto de la unidad con la Víctima del Calvario.

Esta posesión anticipada de la vida divina acá en la tierra por medio de la Eucaristía, es prenda y comienzo de aquella otra de que plenamente disfrutaremos en el Cielo, porque «el Pan mismo de los ángeles, que ahora comemos bajo los sagrados velos, lo conmemoraremos después en el Cielo ya sin velos» (Concilio de Trento).

Veamos en la Santa Misa el centro de todo culto de la Iglesia a la Eucaristía, y en la Comunión el medio establecido por Jesús mismo, para que con mayor plenitud participemos de ese divino Sacrificio; y así, nuestra devoción al Cuerpo y Sangre del Salvador nos alcanzará los frutos perennes de su Redención.

¡Que Dios les llene de su Gracia y Paz en este día del Corpus Christi!

Palabras para el alma y el corazón
“Estos dan culto en lo que es sombra y figura de realidades celestiales, según le fue revelado a Moisés al emprender la construcción de la Tienda. Pues dice: Mira, harás todo conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte” - Heb 8, 5
¿De qué realidades celestiales se habla aquí? Las cosas del Espíritu. Pues aunque estas cosas se hagan en la tierra, son dignas del cielo. Porque cuando Nuestro Señor Jesucristo se entrega como un sacrificio, cuando el Espíritu está con nosotros, cuando él que está sentado a la derecha del Padre está aquí, cuando nacen hijos por el lavamiento, cuando son conciudadanos de aquellos en el cielo, cuando tenemos un país, y una ciudad, y ciudadanía allí, cuando somos extraños a las cosas de aquí, como puede todo esto ser sino cosas celestiales?
¡Pero qué! ¿No son celestiales nuestros himnos? ¿No cantamos nosotros, que estamos abajo, lo mismo que los coros divinos cantan en el cielo? ¿No es el altar divino también? ¿Cómo? No tiene nada carnal, todas las cosas espirituales se hacen ofrenda. El sacrificio no se dispersa en cenizas o en humo, sino que hace que las cosas que están allí sean brillantes y espléndidas. ¿Cómo pueden nuestros ritos que celebramos ser otra cosa sino celestiales? Pues él mismo dice, “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 23), cuando ellos tienen las llaves del cielo, ¿cómo puede ser otra cosa sino celestial?
No, nadie estaría equivocado al decir esto; porque la Iglesia es celestial y no es otra cosa más que el mismo cielo.
- San Juan Crisóstomo, siglo V

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