La Admonición 27: Una propuesta franciscana para la Cuaresma

La Admonición 27: Una propuesta franciscana para la Cuaresma
de Franciscanos Conventuales

Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia, de oración y de misericordia. Tiempo de silencio, Palabra (con mayúscula), súplica, conversión. Tiempo también de lucha contra tantos apegos de la mente y del corazón (“vicios” los llamaba san Francisco) en sus múltiples formas: codicia, envidia, rencor, egoísmo, ingratitud, lujuria, mentira, frivolidad, endurecimiento… Pero, ¡atención! Esta lucha no consiste sólo en dominar simplemente nuestros malos deseos o nuestra tendencia a ser “felices” a cualquier precio. Sería cruel y muy frustrante un camino así, porque en el fondo antes o después caeríamos en la cuenta que nuestro mal no tiene cura, no tiene solución, experimentando una y otra vez con desesperanza que “hacemos el mal que no queremos”. Sin embargo, no es así: la Pascua, núcleo de nuestra fe, nos da la certeza que la salvación, la felicidad, la superación de todo vicio y pecado, de todo fracaso y de toda muerte es posible y tiene un nombre: Jesucristo.

De su cruz, árbol de la vida que Francisco agarra siempre con fuerza (en todas las representaciones antiguas aparece así, hasta que a alguno se le ocurrió cambiarla por una paloma, un gorrión, una flor... en definitiva, ¡por algo más amable!) brotan los frutos buenos que Cristo mismo pone en nuestras manos para que los acojamos, los hagamos vida y se conviertan en nuestra alternativa, en nuestra propuesta creyente a todo aquello que hace que la vida se estreche, pierda belleza, engendre temor, tristeza, ignorancia, ira, frivolidad, endurecimiento... San Francisco de Asís, buen conocedor del corazón del hombre y de sus entresijos, nos ha dejado un “programa detallado” para esta lucha, que puede servirnos no sólo para la Cuaresma, sino para toda nuestra vida cristiana:

Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni ignorancia. Donde hay paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación. Donde hay pobreza con alegría, allí no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia. Donde está el temor de Dios para custodiar su atrio, allí el enemigo no puede tener un lugar para entrar. Donde hay misericordia y discreción, allí no hay superfluidad ni endurecimiento (San Francisco, Admonición 27).

Sí, la Cuaresma, paradójicamente, es camino de alegría, porque exige de nosotros no sólo renuncia, dominio, mortificación... sino, sobre todo, un exceso de caridad, de familiaridad con Dios, de paciencia y humildad, de discreción, de pobreza evangélica, de misericordia... siguiendo las huellas de Cristo. ¡Aquí está el secreto de nuestra lucha cuaresmal y de nuestra victoria pascual!

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