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JESUSEDIFICARE

 

PRIMADO DE LA SEDE ROMANA

Hemos mostrado en la sección anterior que Cristo confirió a Pedro el oficio de pastor supremo, y que la permanencia de ese oficio es esencial al bienestar de la Iglesia. Debemos ahora establecer que ese oficio pertenece por derecho a la sede de Roma. La prueba tiene dos partes:

A. que san Pedro fue obispo de Roma y
B. que los que lo suceden en esa sede también lo suceden en el cargo de cabeza suprema.

A. San Pedro fue obispo de Roma.

Ya ningún escritor de peso niega que san Pedro visitó Roma y fue martirizado en esa ciudad (Harnack, “Chronol.” I, 244, n. 2). Sin embargo, aún entre quienes admiten la estancia de san Pedro en Roma hay algunos que niegan que haya sido obispo ahí. Ejemplo: Lightfoot, “Clement of Rome”, II, 50; Harnack, op. cit. I, 703. Mas no es difícil demostrar que el hecho de su episcopado romano es algo tan bien atestiguado que podemos concluir que es históricamente cierto. En este punto, convendría comenzar con el siglo III, donde hay frecuentes referencias al respecto, y partir de ahí hacia los siglos anteriores. A mediados del siglo III san Cipriano explícitamente llama “Silla de san Pedro” a la sede romana, diciendo que Cornelio ha sido elevado “al sitio de Fabián, que es el sitio de Pedro” (Ep 55:8; cf. 59:14). Firmiliano de Cesarea hace notar que Esteban alegó poder decidir la controversia sobre el rebautismo basado en que él ocupaba la sucesión de Pedro (Cipriano, Epistola 75, 17). No niega Firmiliano tal afirmación, cosa que hubiera hecho si hubiera podido. Ello significa que en el año 250 el episcopado romano de Pedro era aceptado por todos aquellos que eran capaces de reconocer la verdad no sólo en la misma Roma, sino en las iglesias de África y de Asia Menor. En algún momento de los primeros veinticinco años de ese siglo (cerca del 220) Tertuliano (De pudicitia, 21) menciona la afirmación de Calixto acerca de que el poder de Pedro para perdonar los pecados le había sido heredado de una manera especial a él. Si la iglesia romana simplemente hubiera sido fundada por Pedro, pero él no hubiera sido su obispo, no habría fundamento para hacer tal afirmación. Tertuliano, como Firmiliano, tenía todo la libertad para haber rechazado esa afirmación. Más aún, él había residido en Roma, y hubiera estado perfectamente posicionado para contradecir eso y argumentar que el episcopado petrino era, según los opositores, una novedad que venía de los primeros días del siglo III y que había suplantado una tradición más antigua según la cual Pedro y Pablo habían sido los cofundadores y Lino el primer obispo. Por ese mismo tiempo, Hipólito (Lightfoot ciertamente tiene razón al atribuirle la autoría de la primera parte del “Catálogo Liberiano” : “Clemente Romano”, 1, 259) coloca a Pedro en el primer lugar de la lista de obispos romanos.

Tenemos un poema, “Adversus Marcionem”, aparentemente escrito en ese mismo período, en el que se afirma que Pedro entregó a Lino “la silla en la que él mismo se había sentado” (P.L. II, 1077). Esos testigos nos llevan al inicio del siglo III. No encontramos muchas evidencias en el siglo II. Excepción hecha de Ignacio, Policarpo y Clemente de Alejandría, todos los autores cuyos escritos han llegado a nosotros son apologistas en contra de judíos o paganos. En tales obras no había motivo para referirse a asuntos como el episcopado romano de Pedro. Ireneo, sin embargo, nos brinda un argumento muy poderoso. En dos pasajes (Adversus Haereses, I, 27, 1 y III, 4, 3) él habla de Higinio como noveno obispo de Roma, empleando una numeración que incluye a Pedro como primer obispo (Lightfoot indudablemente erró al suponer que había alguna duda respecto a la lectura de estos pasajes). En III, 4, 3, la versión latina, es cierto, se lee “octavus”, pero en el texto griego citado por Eusebio se lee enatos. Se sabe que Ireneo visitó Roma en 177. Apenas había pasado un poco más de un siglo desde la muerte de Pedro y bien pudo haber entrado en contacto con personas cuyos padres habrían hablado con el Apóstol. Una tradición sustentada de ese modo debe ser aceptada como libre de toda duda legítima. La sugerencia de Lightfoot (Clemente, 1,64), de que dicha tradición había tenido su origen en el romance clementino, resultó particularmente desafortunada ya que hoy día se sabe que esa obra no pertenece al siglo II sino al IV. Tampoco hay sustento alguno para defender que el lenguaje de Ireneo, III, 3, 3, implica que Pedro y Pablo compartían el obispado de Roma en forma dividida, cosa que jamás ha sucedido en la Iglesia en tiempo alguno. Sí habla, es cierto, de los dos Apóstoles transmitiendo juntos el episcopado a Lino. Pero esa expresión queda explicada si se atiende al propósito de ese argumento, que es defender la doctrina enseñada en la iglesia romana en contra los gnósticos. Por eso Ireneo se vio en la necesidad de acentuar el hecho que la Iglesia había heredado la enseñanza de ambos Apóstoles. Epifanio (“Haer” 27, 6) sí parece insinuar un episcopado dividido, pero lo hace porque aparentemente entendió mal las palabras de Ireneo.

B. Quienes sucedieron a Pedro en esa silla también lo sucedieron en el primado

La historia da testimonio de que desde los primeros tiempos la sede romana siempre ha reclamado para si el primado, y que ese primado ha sido siempre y libremente reconocido por la Iglesia universal. Aquí nos limitaremos a considerar la evidencia aportada por los tres primeros siglos. El primer testigo es san Clemente, un discípulo de los Apóstoles, quien, luego de Lino y Anacleto, sucedió a san Pedro como el cuarto en la lista de papas. En su “Epístola a los corintios” (Ep. 59), escrita en 95 ó 96, él suplica a éstos que reciban a los obispos a quienes había expulsado una facción violenta. “Si algún hombre- dice- desobedeciera las palabras que Dios ha pronunciado a través de nosotros, sepan que ese tal habrá cometido una grave transgresión y se verá en grave peligro” (Ep.59). Además, los exhorta a “obedecer las cosas escritas por nosotros a través del Espíritu Santo”. El tono de autoridad que inspira esa carta es tan evidente que Lightfoot no duda en hablar de ella como “el primer paso hacia la dominación papal” (Clemente, 1, 70). Al comienzo mismo de la historia de la Iglesia, antes de que el último sobreviviente de los Apóstoles hubiese muerto, encontramos a un obispo de Roma, discípulo él mismo de Pedro, interviniendo en los asuntos de otra iglesia y afirmando que él los solucionará con una decisión tomada bajo la inspiración del Espíritu Santo. Ese hecho únicamente tiene una explicación: que en los tiempos en que la predicación apostólica estaba fresca aún en las mentes de los fieles, ya la Iglesia universal reconocía en el obispo de Roma el oficio de cabeza suprema.

Algunos años después (cerca del 107) san Ignacio de Antioquía, en el inicio de su carta a la iglesia romana, se refiere a su primacía sobre todas las otras iglesias. Él la describe como “presidiendo la hermandad de amor [prokathemene tes agapes]. Como bien hace notar Funk, esa expresión no es compatible gramaticalmente con la traducción defendida por algunos escritores no católicos: “preeminente en las obras del amor”. El mismo siglo nos trae el testimonio de san Ireneo, un hombre estrechamente ligado con la edad apostólica puesto que fue discípulo de san Policarpo, quien fue nombrado obispo de Esmirna por san Juan. En su obra “Adversus haereses” (III, 3, 2) vuelve a argumentar en contra de los agnósticos de su tiempo diciéndoles que sus doctrinas no tienen apoyo en la tradición apostólica que ha sido conservada fielmente por las iglesias, cuyos obispos vienen en sucesión desde los Doce. Escribe: “Pero como sería demasiado largo enumerar las sucesiones de todas las iglesias en este volumen, indicaremos sobre todo las más antiguas y de todos conocidas, la de la iglesia fundada y constituida en Roma por los dos gloriosísimos Apóstoles Pedro y Pablo, la que desde los Apóstoles conserva la tradición y la fe anunciada a los hombres por los sucesores de los Apóstoles que llegan hasta nosotros. Así confundimos a todos aquellos que de un modo o de otro, o por agradarse a si mismos, o por ceguera, o por una falsa opinión, acumulan falsos conocimientos. Es necesario que cualquier iglesia esté en armonía con esta iglesia, cuya fundación es la más garantizada- me refiero a todos los fieles de cualquier lugar- porque en ella todos los que se encuentran en todas partes han conservado la tradición apostólica [Ad hanc enim ecclesiam propter potentiorem principalitatem necesse est omnem convenire ecclesiam, hoc est eos qui sunt undique fideles, in qua semper ab his qui sunt undique, conservata est ea qua est ab apostolis traditio]". Enseguida procede a enumerar la sucesión romana desde Lino a Eleuterio, el duodécimo después de los Apóstoles, quien ocupaba entonces la sede. Algunos escritores no católicos han intentado quitarle importancia al pasaje a base de traducir la palabra convenire como “recurrir a “, y entendiendo de ese modo únicamente que los fieles de todos lados (undique) recurrían a Roma para que el flujo de la doctrina de la Iglesia se mantuviera inmune al error. Esa traducción, sin embargo, queda rebatida por la conclusión del argumento, el cual está basado enteramente en la afirmación de que la doctrina romana se mantiene pura gracias a que tiene su origen en los dos Apóstoles fundadores de dicha iglesia, Pedro y Pablo. Las frecuentes visitas de miembros de las otras iglesias cristianas a Roma no añadían nada a eso. Por otra parte, la traducción tradicional es exigida por el mismo contexto, por sobre la cual, aunque ha sido objeto de innumerables ataques, no se ha encontrado ninguna otra con mejores probabilidades reales (véase Dom J. Champman en “Revue Benedictine”, 1895, p. 48).

La afirmación más explícita respecto a la supremacía de la sede romana frente a las otras iglesias se dio en el pontificado de san Víctor (189-198). El Papa se vio forzado a actuar a raíz de una diferencia en la práctica de la fiesta de la Pascua en las iglesias de Asia Menor y el resto del mundo cristiano. Existen elementos que hacen suponer que los herejes montanistas alegaban que la costumbre asiática (o Quartodeciman) era la verdadera y eso hacía indeseable a los ojos del Papa la presencia de comunidades cristianas en las fiestas que se celebraban bajo ese rito porque parecería que con ello las avalaban. Pero, además, en cualquier otra circunstancia, razonaba Víctor, la existencia de una diversidad tan grande en la vida eclesiástica de los diferentes países podría haberse convertido en una característica lamentable de la Iglesia; su misión es precisamente dar testimonio de la unidad y unicidad de Dios (Jn 17, 21). Víctor exhortó entonces a las iglesias asiáticas a que se conformaran a la costumbre del resto de la Iglesia, pero encontró gran resistencia en Polícrates de Éfeso, quien afirmaba que sus costumbres procedían del propio San Juan. Víctor contestó a ello con la excomunión. Hubo de intervenir san Ireneo para suplicarle a Víctor que no cortara sus vínculos con tantas iglesias a causa de un punto que ni siquiera era asunto de fe. Él sabía que el Papa tiene el derecho de ejercer su autoridad, pero le suplica que no lo haga. Del mismo modo, la resistencia de los obispos asiáticos no constituye un rechazo de la supremacía de Roma; únicamente significa que los obispos creían que san Víctor estaba abusando de su poder al quererlos forzar a renunciar a una costumbre para la que ellos contaban con autorización apostólica. Era inevitable que, con el desarrollo y expansión de la Iglesia, se presentaran problemas y cuestionamientos acerca de las condiciones y los casos en que se debería y se podría ejercer legítimamente la autoridad suprema. San Víctor, habiendo visto que su insistencia podría provocar más daño que beneficio, retiró el castigo.

No hace mucho tiempo que una nueva evidencia acerca de ese período salió a la luz en Asia Menor. La inscripción mortuoria del sepulcro de Abercio, obispo de Hierópolis (+ alrededor del año 200), contiene una narración de sus viajes en lenguaje alegórico. El habla así de la iglesia romana: “Él [Cristo] me envió a Roma a contemplar la majestad y a ver a una reina cubierta con un manto de oro y calzada con sandalias de oro”. Es difícil no reconocer en ese texto la descripción de la supremacía de la sede romana. La amarga polémica de Tertuliano, “De pudicitia” (cerca del año 220), fue originada por el ejercicio de una prerrogativa papal. El Papa Calixto había decidido que la rígida disciplina que había estado vigente en muchas iglesias debería ser relajada un tanto. Tertuliano, que ya había caído en la herejía, ataca duramente “el edicto perentorio”, que había sido promulgado por “el supremo pontífice, obispo de obispos”. Las palabras, claro, pretenden ser un sarcasmo, pero igualmente subrayan claramente la posición de autoridad de Roma. Curiosamente la respuesta a este texto proviene no de un obispo católico sino de monje hereje.

Las opiniones de san Cipriano (+258) respecto a la autoridad papal han sido fuente de muchos debates. Indudablemente que él sí sostenía algunas ideas exageradas sobre la independencia de los obispos individuales, cosa que lo situó en posición de conflicto serio con Roma. Sin embargo, su posición es clara en lo tocante al principio fundamental. Él atribuía un primado efectivo del papa como sucesor de Pedro. Está en comunión con la sede de Roma, lo cual es esencial para mantener la comunión católica, describiéndola como “la iglesia principal donde nace la unidad episcopal” (ad Petri cathedram et ad ecclesiam principalem unde unitas sacerdotalis exorta est). La fuerza de esa expresión se percibe mejor cuando se ve a la luz de su doctrina sobre la unidad de la Iglesia. El enseña que ésta fue establecida cuando Cristo fundó su Iglesia sobre Pedro. Mediante ese acto, al dar unidad al cimiento, quedó asegurada la unidad del colegio apostólico. A través de los siglos, los obispos han formado un colegio semejante y están unidos por la misma unidad indivisible. La fuente de esa unidad es la sede de Pedro. Ella desempeña el mismo oficio que desempeñó Pedro durante su vida: ser principio de unidad. Mantener la comunión con un antipapa como Novaciano sería caer en un cisma (Ep. 68, 1). También sostiene que el papa tiene autoridad para deponer a un obispo herético. Cuando Marciano de Arles cayó en la herejía, Cipriano, a petición de los obispos de esa provincia, escribió al Papa Esteban para solicitarle que “escribiera cartas para excomulgar a Marciano y hacer que alguien tomara su lugar” (Ep. 68, 3). Es evidente que alguien que veía la sede romana bajo esa luz ciertamente creía que el papa posee un primado real y efectivo. Al mismo tiempo, no se puede negar que eran poco adecuadas sus ideas respecto al derecho del papa para intervenir en el gobierno de las diócesis gobernadas por obispos legítimos y ortodoxos. En la controversia sobre el rebautismo, el lenguaje empleado por Cipriano ante el Papa Esteban fue agrio e inmoderado. Su error en este asunto no contradice el hecho de que sí admite una primacía que trascendía el simple honor o jurisdicción. Ni debe sorprendernos mucho su error. Es algo normal tanto en la Iglesia como en cualquier organización humana que las implicaciones de un principio general a veces sólo se entienden gradualmente. Frecuentemente, se rechaza al inicio la aplicación dicho principio sobre un asunto particular aunque las generaciones posteriores se preguntan cómo fue posible que alguien se opusiera a ello.

San Dionisio de Alejandría era contemporáneo de san Cipriano. Hay dos incidentes que versan sobre la presente cuestión y que están relacionados con él. Eusebio (Historia ecclesiastica 7, 9) nos ofrece una carta que Dionisio dirigió a san Sixto II acerca de un hombre que, según parece, había sido bautizado inválidamente por herejes pero que por muchos años había estado frecuentando los sacramentos de la Iglesia. En la carta dice que necesita el consejo de san Sixto y solicita su decisión (gnomen), para no caer en el error (dedios me hara sphallomai). De nuevo, algunos años después, el mismo patriarca produjo ansiedad a algunos de los hermanos por haber utilizado algunas expresiones que aparentemente eran incompatibles con la fe en la divinidad de Cristo. Esos hermanos inmediatamente recurrieron a la Santa Sede y lo acusaron de inclinaciones heréticas ante su tocayo, san Dionisio de Roma. El Papa respondió con toda su autoridad para dejar en claro la verdadera doctrina sobre el tema. Ambos acontecimientos son iluminadores para enseñarnos cómo Roma era reconocida por la segunda sede de la cristiandad como poseedora del poder para hablar con autoridad en asuntos doctrinales (cfr. San Atanasio, “De sententia Dionysii”, en P.G. XXV, 500). Igualmente digna de mención es la acción del Emperador Aureliano en el 270. Un sínodo de obispos había condenado a Pablo de Samosata, patriarca de Alejandría, bajo cargos de herejía y había elegido a Domnus en su lugar. Pablo se negó a abandonar la sede y se hubo de acudir a las autoridades civiles. El Emperador decretó que quien fuera reconocido por los obispos de Italia y por el obispo de Roma debería ser reconocido como el legítimo ocupante de la sede. Ese acontecimiento prueba que aún los paganos sabían que la comunión con la sede romana era la señal distintiva de todas las iglesias cristianas. El que el gobierno imperial estuviese plenamente consciente de la posición del papa entre los cristianos obtiene confirmación adicional a partir del dicho de san Cipriano de que para Decio hubiera sido más fácil aceptar la proclamación de un emperador que la elección de un nuevo papa para ocupar el lugar del mártir Fabián (Ep. 55, 9).

Los límites del presente artículo nos impiden ahondar en el argumento histórico más allá del año 300. Pero tampoco hace falta que lo hagamos. Desde el comienzo del siglo IV la supremacía de Roma está escrita en las páginas de la historia. Las preguntas sólo surgen acerca de la primera edad de la Iglesia. Mas los hechos que hemos descrito son más que suficientes para probar ante las mentes sin prejuicios que el primado fue ejercido y reconocido desde los días de los Apóstoles. Claro que el primado no fue ejercido del mismo modo que en tiempos posteriores. La Iglesia estaba aún en su infancia; sería ilógico buscar en ella un proceso totalmente desarrollado de relaciones entre el Sumo Pontífice y los obispos de otras sedes. Fue obra del tiempo el establecer un sistema tal, y su incorporación a los cánones fue algo gradual. Tampoco hubo, además, mucha necesidad de usar el primado cuando la tradición apostólica estaba aún estaba fresca y vigorosa en toda la cristiandad. Es por ello que fue poco frecuente el ejercicio de las prerrogativas papales. Pero cuando la fe se vio amenazada, o cuando la salud de las almas exigía alguna acción, entonces sí intervino Roma. Tales fueron las causas que llevaron a la intervención de san Dionisio, san Esteban, san Calixto, san Víctor y san Clemente, y nadie jamás discutió su primacía como ocupantes de la Silla de Pedro. Si se tiene a la vista aquellos únicos motivos por los que los primeros papas ejercieron su poder supremo, desaparece la afirmación tan firmemente sostenida por los protestantes de que el primado romano tuvo sus orígenes en la ambición de los papas. El motivo que inspiró a esos hombres no fue la ambición terrena sino el celo por la fe y la conciencia de que eran ellos a quienes se les había encargado la responsabilidad de su protección. Los opositores en cuestión llegan incluso a afirmar que es justificable rechazar como evidencia del primado papal cualquier afirmación emanada de Roma, bajo la premisa de que, cuando están en juego los intereses de una persona, no deben aceptarse sus declaraciones como evidencia. Tal afirmación es abiertamente falaz. No estamos tratando aquí acerca de los intereses de un individuo sino acerca de la tradición de una Iglesia; de la Iglesia que, desde los tiempos primeros, es reconocida por la pureza de su doctrina y que tuvo como fundadores y maestros a dos de los Apóstoles principales, san Pedro y san Pablo. Esa tradición, por otra parte, ha permanecido inquebrantada, como lo demuestran una extensa serie de pronunciamientos de papas. Ni está sola. Las enseñanzas sobre las cuales los papas basan su exigencia de obediencia a todas las iglesias cristianas forman parte de un gran cuerpo de testimonios referentes a los privilegios petrinos, y tienen su origen no únicamente en los Padres occidentales sino también en los griegos, sirios y egipcios. El reclamo para rechazar la evidencia que nos llega de Roma puede verse como algo astuto, como parte de un recurso especial, pero no tiene ningún otro valor. Los primeros en emplear este argumento fueron algunos galicanos. Pero ya Bossuet en su “Defensio cleri gallicani” (II, 1. XI, c. VI) lo había repudiado como falaz y carente de méritos.

La primacía de san Pedro y la perpetuidad del primado de la sede romana están definidos dogmáticamente en los cánones anexos de los dos primeros capítulos de la Constitución “Pastor Aeternus”:

“Si alguien dijese que el Bienaventurado Apóstol Pedro no fue constituido por Cristo el Señor como príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante; o que era éste sólo un primado de honor y no uno de verdadera y propia jurisdicción que recibió directa e inmediatamente de nuestro Señor Jesucristo mismo, sea anatema”.

“Si alguien dijese que no fue por institución del mismo Cristo nuestro Señor, ni por un derecho divinamente instituido, que el Bienaventurado Pedro tiene sucesión perpetua en su primado sobre la Iglesia universal, o que el Romano Pontífice no es el sucesor del Bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema” (Denzinger-Bannwart, "Enchiridion", nn. 1823, 1825). (Cfr. también “Lumen Gentium”, III parte; “Catecismo de la Iglesia Católica”, 862, 863, 869, 880, 881, 882, 883, 884, 891, 892, 936, 937, 1594; Código de Derecho Canónico, Parte II, Sección. I, capítulo I: Cánones 330 y ss., N.T.)

Se puede preguntar qué tanto valor dogmático pueda tener la cláusula del segundo capítulo, en el que se asienta que el Romano Pontífice es el sucesor de Pedro. La verdad es definida infaliblemente. Pero la Iglesia no únicamente tiene poder para definir aquellas verdades que forman parte del depósito original de la revelación, sino también aquellas que están necesariamente conectadas con ese depósito. Las primeras deben sostenerse fide divina; las últimas, fide infallibili. Si bien Cristo estableció el oficio de cabeza suprema, la Escritura no nos dice que Él haya establecido también la ley por la que debe continuarse el primado. Si concedemos que Cristo dejó que esto fuera determinado por san Pedro, queda claro que el Apóstol no tenía porqué haber anexado la primacía a su propia sede; la podía haber anexado a otra. Algunos creen que la ley que estableció la sucesión del episcopado romano se hizo patente a la Iglesia Apostólica como un hecho histórico. En ese supuesto, el dogma de que el Romano Pontífice es para siempre el pastor supremo de la Iglesia debería ser la conclusión de dos premisas: la verdad revelada de que la Iglesia debe tener una cabeza suprema, y el hecho histórico de que san Pedro anexó ese oficio a la sede romana. Esta conclusión, aunque está necesariamente vinculada con la revelación, no es parte de ésta y se acepta fide infallibili. Según otros teólogos, la proposición que nos ocupa sí es parte del depósito mismo de la fe. En este caso, los Apóstoles debieron haber conocido la ley que determina la sucesión del obispo de Roma, no basados en testimonios humanos, sino por revelación divina, y deben haber enseñado eso a sus discípulos como una verdad revelada. Esta es la posición más aceptada. La definición vaticana que dice que el sucesor de san Pedro es siempre el Romano Pontífice es sostenida casi universalmente como una verdad revelada por el Espíritu Santo a los Apóstoles y transmitida por ellos a la Iglesia.

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